Los viajes, dijo Rene Descartes -que era muy ordenado y cartesiano- sirven para conocer las costumbres de los distintos pueblos y para despojarse del prejuicio de que sólo es la propia patria se puede vivir de la manera a que uno está acostumbrado. Probablemente tuvo razón. Y también en eliminar de su discurso los avatares que pueden pasarle al cuerpo y al espíritu cuando uno se acostumbra a lo que no está en su casa. Y es que en aquella época, en París, aún no no existía el Hotel Ritz. Todavía era imposible formar parte de la pléyade de artistas, poetas bohemios y lánguidos aristócratas que vivieron tuvieron como domicilio el Hotel Ritz, o solamente necesitaron despertar entre sus edredones para que la inspiración les tocara la ventana.
Casi cien años después de morir Descartes, con la Revolución Francesa todavía lejana pero acercándose de puntitas el terreno donde se hallaría el Hotel Ritz, de inmejorable ubicación fue adquirido por Antoine Bitaut de Vaillé. Ahí construyó una residencia privada que fue ocupada por varias familias nobles sucesivamente y, posteriormente –porque el destino es inexorable-, se convirtió en el Hôtel de Gramont.
Hubo de pasar mucho tiempo para que el hotel existiera y fuera considerado un templo de la exquisitez, el buen gusto (y hasta del escandaloso exceso de dinero). Justo como un templo describieron como amplias y lujosas sus habitaciones, elogiaron sus brocados, y relojes de época, sus chimeneas y baños de mármol. Todo ello ara no olvida los elogios hacia la extrema amabilidad y el exquisito trato del personal hacia los huéspedes. Cada detalle que le ofrecían Coco Chanel, que vivió en el hotel durante muchos años, la halagaba pero conseguía aparentar nunca llamaba su atención.. “¡Por favor, no me esperaba menos del Ritz!”, dicen era la frase que usaba en vez de expresiones de agradecimiento.
En el Ritz se creó el Grand Marnier, que Jean Cocteau halló sus mejores títulos en la Noche de los Puros del hotel, que Fred Astaire compuso en los años 50 Putting on the Ritz, para homenajearlo. De su famosísimo Petit bar surgió el Bloody Mary, “sin alcohol” creado por el cantinero especialmente para para Ernst Hemingway y su esposa: ella no quería que su marido oliera a licor y el quería emborracharse parisinamente y con estilo.. El rey Faruk, almorzaba en el restaurante L’Espadon, con un biombo delante, ya que el protocolo prohibía que la gente le viera comer y dicen que Scott Fitzgerald devoró una por una las flores de un ramo de orquídeas del salón al al ser rechazado por una mujer. Picasso y Arthur Miller, araban las mejores juergas en los salones privados y los públicos y no sabemos si Marcel Proust, entre los escasos puntos y aparte de su búsqueda del tiempo perdido extrañaba comerse una magdalena también perdida entre los platos de Limoge de la de la cocina. Anécdotas miles: una muy famosa que afirma que l término de la Segunda Guerra Mundial, fue Hemingway quien “liberó” al Ritz de los nazis porque cuando regresó a París como corresponsal iba cargando una ametralladora, pero lleno de ganas de celebrarla victoria a base de martinis secos. Se cuenta que el escritor bebió 51 aquella noche.
El Ritz, desde todos los tiempos posibles con sus escenas trágicas y heroicas hoy vuelve a ser noticia. Se supo que cerrará por dos años para una remodelación. Entonces la nostalgia –que está a la vuelta de la esquina y consiste en extrañar lo que nunca se ha vivido- nos azota el alma. De nada consuela pensar en que todo fuera como eso pues es triste saber, que si nunca hemos ido nada más podemos contar el tiempo seguro que todavía nos falta.
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